Estamos caminando por la vereda, apuradísimas porque vamos a perder el bondi. Y no es que nos preocupe perder el colectivo, el tema es que un morocho lindo se toma el mismo transporte a la misma hora que nosotras. Jamás perderíamos la oportunidad de verlo de nuevo e intentar que nos fiche, jamás. Pero ese "jamás" se transforma en un "casi nunca" cuando pasamos por la vidriera de nuestros sueños...
Miles y miles de zapatos, de distintos colores, formas, tacos y plataformas. Es el cielo, pero ahí, entre las nubes, los encontrás. El mejor par de zapatos del mundo: stilettos negros, taco aguja de ocho centímetros, con encaje. Amor a primera vista. Desde la planicie de tus chatitas los querés, no, ¡los necesitás! Y mientras entrás te imaginás tu vida sobre esos zapatos. Son tan perfectos que cuando te subís a sus ocho centímetros te estilizas, tenés más cola, caminás más derecha, sos más flaca y tus piernas son una bomba. Obviamente, te los comprás y te los llevás puestos.
Salís a la calle y te sentís una diosa, sos irresistible, te llevás el mundo por delante. Y, claro, vas a despertar los mejores piropos no sólo de los obreros colgados del andamio (que no te pueden ver los zapatos), y de los viejos verdes que pasean en sus chevys (que tampoco pueden ver tus zapatos), sino también del morocho lindo que te cruzás todos lo días en el colectivo. Caminás para la parada. Los hombres te miran de arriba a abajo y los más maleducados no pueden evitar susurrarte (o mejor, gritarte) algo cuando pasás. El chico de la bici que te clavó la mirada se llevó puesto un auto, estás divina. Llegás a tu destino y lo ves al morocho, como si te hubiera estado esperando (sabés que no, pero arriba de esos tacos todo es posible). Te acercás, cuando le pasás por al lado para tomar tu lugar en la fila lo rozás a penas. Lo atrapaste. Él gira para verte. Por fin llegó tu momento. Pero, ¡opa!, ¿Qué ves? Allá a diez metros se acerca una rubia, la enemiga. Un minón (para el género másculino, claro) de un metro setenta, con piernas largas, cola parada por el fitness que vos no tenés tiempo para hacer, lolas hechas y extensiones hasta el cóxis. Pero lo peor de todo es que SUS tacos tienen diez centímetros, ¡y los tuyos ocho!. Se para al lado de tu morocho y le sonríe con los labios de rojo: "¿Tendrías 25 centavos para prestarme, divino?". Y tu chico le devuelve la sonrisa boba porque, será todo lo lindo que quieras, pero es hombre igual. ¡Horror! Ya se lo ganó. El morocho se olvidó de tu existencia y encima dejó que la rubia se pusiera delante de él en la fila. La cazería de hoy, un desastre. Pero bueno, tenés tus zapatos que están fantásticos y seguís siendo una mujer irresistible porque, no te habrá dado bola el morocho, pero el empresario de ojos celestes que espera otro colectivo te está mirando hace cinco minutos...
Miles y miles de zapatos, de distintos colores, formas, tacos y plataformas. Es el cielo, pero ahí, entre las nubes, los encontrás. El mejor par de zapatos del mundo: stilettos negros, taco aguja de ocho centímetros, con encaje. Amor a primera vista. Desde la planicie de tus chatitas los querés, no, ¡los necesitás! Y mientras entrás te imaginás tu vida sobre esos zapatos. Son tan perfectos que cuando te subís a sus ocho centímetros te estilizas, tenés más cola, caminás más derecha, sos más flaca y tus piernas son una bomba. Obviamente, te los comprás y te los llevás puestos.
Salís a la calle y te sentís una diosa, sos irresistible, te llevás el mundo por delante. Y, claro, vas a despertar los mejores piropos no sólo de los obreros colgados del andamio (que no te pueden ver los zapatos), y de los viejos verdes que pasean en sus chevys (que tampoco pueden ver tus zapatos), sino también del morocho lindo que te cruzás todos lo días en el colectivo. Caminás para la parada. Los hombres te miran de arriba a abajo y los más maleducados no pueden evitar susurrarte (o mejor, gritarte) algo cuando pasás. El chico de la bici que te clavó la mirada se llevó puesto un auto, estás divina. Llegás a tu destino y lo ves al morocho, como si te hubiera estado esperando (sabés que no, pero arriba de esos tacos todo es posible). Te acercás, cuando le pasás por al lado para tomar tu lugar en la fila lo rozás a penas. Lo atrapaste. Él gira para verte. Por fin llegó tu momento. Pero, ¡opa!, ¿Qué ves? Allá a diez metros se acerca una rubia, la enemiga. Un minón (para el género másculino, claro) de un metro setenta, con piernas largas, cola parada por el fitness que vos no tenés tiempo para hacer, lolas hechas y extensiones hasta el cóxis. Pero lo peor de todo es que SUS tacos tienen diez centímetros, ¡y los tuyos ocho!. Se para al lado de tu morocho y le sonríe con los labios de rojo: "¿Tendrías 25 centavos para prestarme, divino?". Y tu chico le devuelve la sonrisa boba porque, será todo lo lindo que quieras, pero es hombre igual. ¡Horror! Ya se lo ganó. El morocho se olvidó de tu existencia y encima dejó que la rubia se pusiera delante de él en la fila. La cazería de hoy, un desastre. Pero bueno, tenés tus zapatos que están fantásticos y seguís siendo una mujer irresistible porque, no te habrá dado bola el morocho, pero el empresario de ojos celestes que espera otro colectivo te está mirando hace cinco minutos...
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