miércoles

Confesiones de camilla y cera (Parte I)

Toda mujer sabe que una depiladora es una parte importantísima de nuestras vidas. Es aquella mujer que, sin asco ni miedo, se enfrenta a la cruel realidad de nuestra belleza peluda. La que se encarga de dejarnos las piernas suaves y sexys para ese shorcito que tanto nos gusta, o las axilas blanquitas para esa musculosa que nos hace buenas tetas. Toda mujer tiene a su depiladora en el podio más alto.

La primera vez que entré al gabinete de Miriam tenía 12 años. Divina total, Miriam, me hizo sólo media pierna y casi no me dolió nada. "Si te duele es porque tenés miedo. Ya vas a ver que después de un par de sesiones te acostumbrás. Las mujeres nos acostumbramos al miedo porque tenemos mente más fuerte, ¿sabías, nena?" y con esas palabras se ganó mi amistad para toda la vida. Y así fue como de media pierna pasé a pierna entera y axilas, y de ahí directo a una cita con mis cejas gruesas y mi bigote mexicano. Empezé a preguntarme cómo hacían mis amigas para vivir con los pelos en sus piernas y acudía corriendo a Miriam cuando ya no soportaba los míos. Y entonces llegó el gran desafío: El cavado.
Una parte de mi moría de miedo por el dolor inevitable que seguramente iba a sufrir, la otra moría de vergüenza porque Miriam se tendría que enfrentar a la selva amazónica en persona y era muy peligroso. Cuando me acosté en la camilla y empezó a poner cera en los puntos estratégicos me repetí una y otra vez "Las mujeres somos fuertes, nos acostumbramos al miedo. Las mujeres somos fuertes, nos acostum..¡AHHHH!". Miriam ya había sacado la franja de cera y yo había exagerado un poco con el grito. Además, era sólo cavado parcial (en los costados) para que no se viera en la malla de natación. Miriam se portó como una diosa, casi como si supiera qué parte me iba a doler más y cuál no, y qué tema de conversación era el más indicado para distraerme y dejara de pensar en la cera caliente que ella manipulaba a la perfección. Y ahí me di cuenta, con esa última parte de mi cuerpo bajo su control (que años después se extendió a cavado completo, la "tira de cola" y los pelitos de la panza), Miriam y yo habíamos firmado un pacto de sangre. Entraba al gabinete de Miriam con la belleza tapada por los pelos; salía hecha una mujer nueva, reluciente, sin restricciones para usar minifaldas ni musculosas. Yo, a cambio, le entregaba toda devoción posible, le era fiel a sus consejos y jamás la privaba de sus $40 mensuales (que bien ganados los tenía). Nuestra relación se extendió mucho más allá de depiladora-clienta: era mi consejera, mi amiga. "Yo me recibí de matapelos, pero como tengo una camilla, también de psicóloga, ¿sabías, nena?". Y era cierto, Miriam te escuchaba y jamás dejaba que cayeras en la desesperación de tus dudas más íntimas, esas que sólo salen a la luz cuando intentás no mover la cara para que no te arranquen el labio con el bigote, o cuando te encontrás en la complicada posición de hacerte la "tira de cola".
En ese gabinete, gracias a personas como Miriam, descubrimos que todo tiene solución. Que nuestros problemas son pasajeros, como los pelos que se encargan de sacarnos para siempre por un mes, que somos mujeres maravillosas que necesitan de hombres con la mente abierta de Miriam para que nos comprendan, que el dolor del momento vale por lo que vivimos después. Por eso no, Miriam, ¡no!. ¡No te jubiles! ¡¿Qué voy a hacer sin vos?!

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